Era un niño y todavía caminaba de la mano con mi madre por el Jirón de la Unión. Me fascinaba mirar hacia arriba, a las partes altas de los edificios. Éste en particular me llamó la atención la primera vez que lo vi porque esas figuras me parecían tan reales, mirándome en una posición inquietante que no acababa de entender. Conforme fui creciendo siempre que pasaba por aquí me paraba a mirarlo. Nadie sabía que era mi edificio favorito. Yo tampoco sabía que aquí había brillado ese cafe que hizo época. En el colegio aprendemos de Valdelomar pero no había hecho la asociación entre uno y lo otro. Casi nunca había una conexión entre lo que aprendía en la escuela y la realidad presente. Todo ya había pasado. Todo ya había existido. Para mí, el Cafe Concert había dejado de ser.
En mi época de universitario tenía el placer solitario de caminar por el Centro los domingos. Seguía mirando arriba. En esa época aquí había un hotel y un día subí para ver cómo eran las habitaciones. Quedé fascinado y me prometí un día pasar una noche. Al subir llegabas a un hall redondo, en puro estilo Art Nouveau, estilo del cual recién había aprendido en la Universidad. Había unas seis puertas alrededor. Puertas muy altas, con vidrios de colores y muchas de esas curvas inquietantes.
Nunca dormí en esas habitaciones, pero sentir la permisividad del Art Nouveau era suficiente para un ligero placer juvenil. Me hablaron de la familia Barragán, que había sido o era la dueña del edificio y de cómo cuando leventaron el edificio, había sido el primero en Lima con un sótano en el cual había un sistema de poleas que hacía funcionar determinados mecanismos del lugar. Al Palais nunca entré.
Depués me fui del país por muchos años y al regresar fue grato ver que el edificio seguía en pie y que las curvas y las miradas de las figuras en su friso seguían generando cierta inquietud en mí. Pero el lugar había cambiado. El Jirón de la Unión había cambiado. El Centro había cambiado. Las figuras de arriba ahora parecían querer escapar antes que seducir al paseante. Las curvas se habían convertido en látigos que flagelaban el inmueble y sus recuerdos.
Estos días, varios grupos de limeños se han levantado para defender lo que para ellos es también suyo. Si en algún momento llegué a pensar secretamente que el Palais Concert era yo, después llegué a entender que 100 años después el Palais Concert seguíamos siendo muchos. Mi edificio era el de otros también y la gente se juntó para expresar su descontento. O su amor.
Son esos momentos cuando te das cuenta lo que la ciudad significa para uno. No es solo el lugar donde trabajas, sufres o bebes. Es el lugar que bien podría ser un pedazo de mi cuerpo. Un pedazo sin el cual mi cuerpo no es más el mismo cuerpo. Ojalá que estos intentos por salvar el edificio sea el inicio de muchos más intentos por salvar la ciudad. Tenemos un legado de arquitectura monumental de más de 4.000 años que no podemos tirar por la borda. Esos edificios son nuestros testigos, los que le van dando continuidad a nuestra historia, sentido a nuestra memoria.
Se ama lo que se conoce o lo que hemos vivido y nos ha enriquecido. En mi caso la plaza Italia con su monumento a Raimondi, la calle Capòn con sus chifas ,la Virreyna y el jiron de la Uniòn (que nombre!), en especial un restaurantito al paso que habia frente a lo que era Oeschle. Nunca se me dio por mirar hacia arriba. Lo harè en mi pròxima visita al centro, ahora que se me ha dado por mirar el cielo limeño y la copa de los arboles.
ResponderEliminarLindo comentario, Ros.
ResponderEliminarBien expresado Javier, El Palais Concert es muchos Limeños que amamos Lima desde siempre. Algunos advertimos que nuestra ciudad amada tambien muere lentamente, consumida por el mercantilismo salvaje. Este edificio es un legado historico que no podemos dejar morir.
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