miércoles, 21 de noviembre de 2012

ESPEJO, ESPEJO, ¿POR QUÉ ME DICEN FEA?

Es revelador ver cómo reaccionamos cada vez que nos ofenden en público. La ofensa, claro está, es como la belleza: está en el ojo del que lo ve, o en el corazón del que lo siente.

La semana pasada, la cadena de noticias CNN dio a conocer en su página web una lista de las 10 ciudades más odiadas del planeta… y Lima estaba ahí. La misma página aclara que no se trata de las peores ciudades sino de lugares que tienen algo que molesta al viajero de manera consistente.

A tres horas de publicada la nota en un medio local, más de 70 personas habían comentado y la guerra se había desatado. “¡Que se vayan!”, gritaba alguien que no aguantó la injusticia. “Lima es linda, ¿ya?”, exclamaba otro, abrumado por la ceguera mundial.

El asunto es que aun cuando decimos que la queremos, no sabemos decir por qué. Es más. Los que sí se animaban salían con algo del tipo: “me encanta su panza de burro”; “me gustan las ciudades grises y húmedas”; “sí, es fea y qué”. No tenemos idea de por qué queremos a Lima. ¿Tenemos razones para quererla? O son las razones de los pocos, que la mayoría no conoce o no entiende.

En todo caso, las razones de los turistas no (necesariamente) tienen que ver con las de los limeños. ¿De qué nos acusaban? De ser una ciudad aburrida, insegura y difícil, por lo cerrada que es al visitante. Una semana antes, la misma cadena había publicado su lista de las 10 ciudades más queridas, así que hice un ejercicio de comparación entre lo que los turistas adoran de algunas de esas urbes y la actitud que veo en Lima.

Nueva York, por ejemplo, es la tercera ciudad más visitada del planeta y ahí, Times Square y Central Park son los sitios preferidos. ¿Qué tienen en común? Son lugares públicos. Diseñados para el deleite de todos. ¿Qué hacemos en Lima? Levantamos muros, creamos lugares exclusivos o cerramos parques que antes eran públicos, para cobrar por un espectáculo que en una de esas ciudades sería gratis.

Tokio ocupa el primer lugar, y la gente dice apreciar su originalidad y no necesariamente su belleza. El que llega a Tokio recibirá una sobredosis de rompedura de esquemas, y parece que eso gusta: sus excesos de neón, sus luchadores de sumo o sus ‘raros’ restaurantes.

Lima tiene todos los ingredientes para ser un lugar original. Sin embargo, cuando vendemos la ciudad ocultamos su autenticidad. O a la diversidad le damos un toque extranjerizante. En el tercer lugar figura Santiago de Chile... y, bueno, a la gente gusta su emplazamiento andino, sus ‘bares sexy’, sus buenos cafés y estaciones de esquí no muy lejanas.

Cierto o no, ocupa un tercer lugar. Es verdad. Esta lista no es exhaustiva ni tiene valor científico, y seguramente su compilación está llena de errores. Sin embargo, una y otra vez, cuando se habla de la percepción de Lima hay elementos que se repiten.

Los turistas se dan cuenta de que aquí hay algo que no cuaja. Que no termina de estar bien. Lima tiene un problema. ¿Pero es de imagen o de realidad? Espejo, espejo…

Publicado en El Comercio: 20/6/12 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

UNA VUELTA ALREDEDOR DEL CENTENARIO




Al ver caer a nuestros compatriotas por 4-2 en el estadio Centenario recordé mi visita al lugar hace unos meses. Había ido a Montevideo a averiguar por qué eran felices los montevideanos.

Cada vez que sale una lista de ciudades con mejor calidad de vida en América Latina esta pequeña urbe, de un millón y medio de habitantes y solo un terremoto en su haber, siempre figura entre las tres primeras.

De más está decir que su estadio me pareció una estructura de lujo. Algo despintado, y una que otra parte de capa caída, pero la integridad de su diseño se imponía por sobre las pequeñeces estéticas.

También me llamó la atención cómo se parecía al nuestro. Al anterior, claro está. Había una diferencia de unos 20 años entre ambos. El uruguayo había sido construido a principios de los años 30 y el nuestro, después. Cuando levantamos el Nacional, el estilo art déco seguramente ya había pasado de moda pero no por eso había perdido elegancia.

Y el José Díaz también tenía de eso: de integridad, de armonía, de prestancia. Pero a lo que iba. Es cierto que ‘calidad de vida’ significa varias cosas para cada uno. En general, más allá del acceso a servicios básicos, está vinculado con la sensación que se tiene respecto a temas de cohesión social, pertenencia, acceso a espacios públicos.

En mis recorridos por las calles encontré montevideanos de todas las edades que hablaban de lo mucho que querían a su ciudad. Y lo hacían con una convicción que solo acentuaba mi curiosidad, porque también hay limeños que dicen querer a Lima y el momento que les preguntas por qué, se hace el silencio.

Entre sus respuestas, con frecuencia se referían a un lugar importante para ellos: la rambla, que es como llaman a su malecón. Un malecón enorme y larguísimo a donde van todos ya sea verano o invierno. Cuando averigüé sobre la rambla montevideana resultó que, aunque no fuera obvio, había sido uno de los grandes proyectos de inclusión urbana que sus alcaldes habían diseñado hacía más de 100 años.

¿Cómo? transformando un lugar que era inadecuado para el paseo, en uno lleno de jardines, arte, centros de esparcimiento. Todo con el fin supremo de que sirviera a todos.

Me resultó increíble que 100 años después un ciudadano pudiera sentirse agradecido por tener algo así. Otro factor de felicidad al que se refería la gente era la sensación de vivir en un lugar donde se aspira a la igualdad.

Y bueno, seguramente que hay una larga tradición de factores que han contribuido a esa sensación. Como el haber tenido intendentes (alcaldes) comprometidos con la continuidad del proyecto de ciudad.

En esa visión, me imagino, a nadie se le ocurriría modernizar un estadio como el Centenario. Respetan mucho a su gente y su ciudad como para imponer algo así. Si acaso, levantarían otro, mucho mejor, en un lugar diferente. Es el mensaje de las acciones. ¿Qué mensaje me da nuestro estadio? Uno poco feliz. Lo veo sucio, barato y sin acabar. Y me recuerda que la felicidad va más allá de un partido de fútbol. Y que los limeños nos merecemos más que un gol.

Publicado en El Comercio: 13/6/12
Foto: citio.blogspot.com


sábado, 10 de noviembre de 2012

"¿QUIÉN ES USTED? ¡NO LO SÉ!


Lima Milenaria es la campaña que este Diario lanzó en noviembre del año pasado. A pesar del nombre, es un proyecto que se hizo pensando en el presente y, en particular, en el futuro. 

Para eso contábamos con dos ingredientes fundamentales: la evidencia inescapable de la arquitectura prehispánica, y el conocimiento acumulado por años de trabajo de arqueólogos y arquitectos, que le daban solidez y raíces al proyecto. ¿Por qué? Por varias razones.

Una de ellas, porque en esta gran diversidad cultural limeña no existía un referente simbólico que representara a la mayoría. Francisco Pizarro, con sus méritos y defectos, se había quedado chico. ¿Y era importante eso? Los urbanistas hablan con frecuencia de un concepto que tiene que ver con calidad de vida, felicidad y buen funcionamiento urbano: el sentido de pertenencia. O el alma de una ciudad.

El alma entendida como un valor intrínseco que le da solidez a su gente, proyección a su ciudad, que hace que la vida fluya mejor. No lo comes ni lo vendes, pero sabes que compartes algo que es importante para ti y para los demás. Y sucede que Lima es una ciudad sin alma. O quizás tiene muchas, como tiene muchos rostros.

Eso estaría bien si no fuera porque cada una existe al margen o por oposición a la capital. Pienso en las múltiples expresiones culturales que se producen en la calle: una procesión religiosa, una fiesta patronal, una reunión de migrantes. Quién puede negar que ahí haya alma, orden, sentido. Pero fuera de esas burbujas de identidad, muchos de esos ciudadanos que cumplen con las reglas de su organización se transforman en otros seres cuando les toca lidiar con la gran Lima. Y ahí todos estamos contra todos.

También lo vemos en muchas autoridades, municipales y de cultura, y la continua agresión contra el patrimonio que ejercen ellas mismas. Una explicación para esta actitud podría ser que no tienen idea de quiénes somos y de dónde venimos. Tener el cuento claro nos haría la vida más fácil. En lo que es patrimonio, por ejemplo, sabríamos cómo proceder y cuándo decir hasta aquí nomás a los excesos de la empresa privada.

Tener el cuento claro significa, por ejemplo, saber que la ciudad de hoy no habría sido posible sin esos limeños antiguos. Ellos trabajaron para nosotros construyendo canales de irrigación o dejándonos la quincha y el adobe. Saber todo esto debería poder darnos orgullo. Somos parte de un continuo de desarrollos culturales que nos hace originales y diferentes.

En enero de este año la alcaldesa, Susana Villarán, dio el primer paso al declarar Lima como Ciudad Milenaria y Ciudad de Culturas. En estos días, declaró junio mes de Lima Milenaria y puso el tema en la agenda de la ciudad. Ojalá tenga continuidad.

Al final, un sentido de pertenencia solo se logrará cuando todos, los nueve millones de limeños, sepamos de este importante pasado. Y sabiendo responder quiénes efectivamente somos, el futuro tendrá sentido. Y la ciudad también.

Publicado en El Comercio: 06/6/2012 
Foto: Exhibición LM, Instituto Riva-Agüero/El Comercio

miércoles, 7 de noviembre de 2012

"LOS SILENCIOS QUE SON TAMBIÉN UN RECUERDO"

Hoy quiero tratar de recuperar algo perdido. Será momentáneo e inmaterial y, por una vez, no se tratará de recuperar huacas, casonas o algún edificio en riesgo de ser silenciado para siempre. Se trata de un silencio que nació en mi infancia.

Esa fue una época en la que gozaba de la condición de nieto predilecto. El premio para tal título consistía en acompañar a mi abuela a todas partes, a pie. Ella era una empedernida caminante, y a mis ruegos de “por favor abuela, vamos en taxi”, me contestaba siempre con un “no molestes”.

Y así, de su mano, aprendí a caminar. Íbamos, o me llevaba, a Santa Beatriz donde vivían unos parientes. A Barranco, donde una de sus consuegras tomaba el té a las cinco. Al Rímac, adonde se habían mudado unos primos. Al Barrio Chino, donde tenía su médico y, por supuesto, íbamos, o me llevaba, al Jirón de la Unión.

Nunca entramos a una tienda. Ella no era de tiendas. Los destinos habituales eran casas de familiares, de amistades, o iglesias. Muchas iglesias. En el Centro, de la que más recuerdos tengo es la Iglesia de la Merced, y su claustro. Por eso el silencio. Porque recordé las veces en que entramos a ese lugar misterioso, que me generaba una sensación desconocida y placentera.

Lima, en esos días, era tranquila, y lo del claustro era como un silencio dentro del silencio. Es difícil de describirlo, a no ser que diga que era como sentir que había hojas que caían muy lentamente del cielo. Por eso hace unos días quise repetir la experiencia. El Comercio queda solo a tres cuadras y no había vuelto al lugar en décadas. Me preguntaba si todavía sería posible encontrar un espacio de tranquilidad en medio de la nueva ciudad que es Lima hoy.

Para mi alivio, casi todo seguía ahí: sus generosos arcos dieciochescos, los enormes lienzos de San Pedro Nolasco, la curiosa firma de Julián Jayo, cacique de Lurín y Pachacámac. Y el silencio. Este también estaba ahí, pero era menos evidente. O menos posible. Aun así, por un momento recuperé la sensación del niño.

Por un momento encontré esa tranquilidad y esa paz. Sí, eso todavía era posible en Lima. Solo que las hojas habían dejado de caer lentamente, y los gruesos muros de adobe hacían algo más que darle firmeza al edificio. Lo protegían de los gritos de la ciudad. Y sentado en sus amplias escaleras de piedra recordé otro tipo de silencio.

Muchos años después de esas caminatas, cuando ya Otilia andaba por los 90 años y sometida a una cama, una tarde fui a visitarla y se quedó dormida. A la derecha de su cama había una gran ventana. Era verano y ese día pude ver cómo el atardecer avanzaba sobre sus arrugas. Pasaron tres horas.

Al despertarse me miró. Tardó un segundo en reconocerme y solo atinó a preguntarme la hora. Son las seis, abuela. Se sorprendió y abrió un poco más los ojos: “¡Tan tarde!”, dijo. Y casi de inmediato añadió: “Perdona por el silencio”. Y pasa que hay días en que extraño esos silencios. Los de la ciudad, y los tuyos, abuela. Hoy fue uno de ellos.

Publicado en El Comercio: 30/5/2012 
Foto: http: www.skyscrapercity.com