miércoles, 7 de noviembre de 2012

"LOS SILENCIOS QUE SON TAMBIÉN UN RECUERDO"

Hoy quiero tratar de recuperar algo perdido. Será momentáneo e inmaterial y, por una vez, no se tratará de recuperar huacas, casonas o algún edificio en riesgo de ser silenciado para siempre. Se trata de un silencio que nació en mi infancia.

Esa fue una época en la que gozaba de la condición de nieto predilecto. El premio para tal título consistía en acompañar a mi abuela a todas partes, a pie. Ella era una empedernida caminante, y a mis ruegos de “por favor abuela, vamos en taxi”, me contestaba siempre con un “no molestes”.

Y así, de su mano, aprendí a caminar. Íbamos, o me llevaba, a Santa Beatriz donde vivían unos parientes. A Barranco, donde una de sus consuegras tomaba el té a las cinco. Al Rímac, adonde se habían mudado unos primos. Al Barrio Chino, donde tenía su médico y, por supuesto, íbamos, o me llevaba, al Jirón de la Unión.

Nunca entramos a una tienda. Ella no era de tiendas. Los destinos habituales eran casas de familiares, de amistades, o iglesias. Muchas iglesias. En el Centro, de la que más recuerdos tengo es la Iglesia de la Merced, y su claustro. Por eso el silencio. Porque recordé las veces en que entramos a ese lugar misterioso, que me generaba una sensación desconocida y placentera.

Lima, en esos días, era tranquila, y lo del claustro era como un silencio dentro del silencio. Es difícil de describirlo, a no ser que diga que era como sentir que había hojas que caían muy lentamente del cielo. Por eso hace unos días quise repetir la experiencia. El Comercio queda solo a tres cuadras y no había vuelto al lugar en décadas. Me preguntaba si todavía sería posible encontrar un espacio de tranquilidad en medio de la nueva ciudad que es Lima hoy.

Para mi alivio, casi todo seguía ahí: sus generosos arcos dieciochescos, los enormes lienzos de San Pedro Nolasco, la curiosa firma de Julián Jayo, cacique de Lurín y Pachacámac. Y el silencio. Este también estaba ahí, pero era menos evidente. O menos posible. Aun así, por un momento recuperé la sensación del niño.

Por un momento encontré esa tranquilidad y esa paz. Sí, eso todavía era posible en Lima. Solo que las hojas habían dejado de caer lentamente, y los gruesos muros de adobe hacían algo más que darle firmeza al edificio. Lo protegían de los gritos de la ciudad. Y sentado en sus amplias escaleras de piedra recordé otro tipo de silencio.

Muchos años después de esas caminatas, cuando ya Otilia andaba por los 90 años y sometida a una cama, una tarde fui a visitarla y se quedó dormida. A la derecha de su cama había una gran ventana. Era verano y ese día pude ver cómo el atardecer avanzaba sobre sus arrugas. Pasaron tres horas.

Al despertarse me miró. Tardó un segundo en reconocerme y solo atinó a preguntarme la hora. Son las seis, abuela. Se sorprendió y abrió un poco más los ojos: “¡Tan tarde!”, dijo. Y casi de inmediato añadió: “Perdona por el silencio”. Y pasa que hay días en que extraño esos silencios. Los de la ciudad, y los tuyos, abuela. Hoy fue uno de ellos.

Publicado en El Comercio: 30/5/2012 
Foto: http: www.skyscrapercity.com

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