sábado, 5 de enero de 2013

EL PARAÍSO DETRÁS DE LA NEBLINA

Estos días de repentino invierno me han hecho pensar en Magaly. A ella la conocí hace un par de años cuando hacía un documental sobre el agua. Carismática, inteligente, llena de energía, no tenía más de 35 años y vivía en el asentamiento humano Paraíso, en Villa María del Triunfo.

Ella era líder de su sector y estaba a cargo de un proyecto para instalar atrapanieblas en su cerro. Llegar hasta allá significaba un esfuerzo de muchos tipos. El asentamiento donde vivía estaba varios cerros adentro, a lo largo de una quebrada. Con la densa neblina que vive en el lugar, es difícil ver que los cerros están llenos de frágiles viviendas. A ratos las ves y a ratos desaparecen.

Es un lugar donde todo se resbala: gente, autos, piedras. Además de ser una de las más pobres, esta zona debe ser una de las más húmedas de Lima, y el Paraíso parecía ser la terminal de la neblina limeña. Cuando esta ya se ha cansado de jugar por toda la ciudad, viene a quedarse aquí, porfiada, penetrante, fría, con esa blanquecina presencia que lo marca todo y que no deja secar nada.

Cuando el primer día por fin conseguimos llegar a su casa, en un terreno de unos 60 metros cuadrados sobre la ladera del cerro, me llamó la atención un póster en la sala de algún lugar de la sierra lleno de árboles. “Así quiero ver a mi cerro”, dijo cuando me notó observando la imagen.

El agua del atrapanieblas instalado en lo alto debía servir solo para eso: para sembrar árboles que hagan verde el desierto y vegetales para comer. Su visión de ciudad era muy diferente a la realidad en la que vivía, pero estaba dispuesta a transformarla.

Por eso, su defensa ardiente del lugar cuando un día, incómodo por el dolor que el sitio producía de solo verlo, le pregunto si no le gustaría vivir en otro lado. “¡Para nada!”, me dijo sorprendida con la pregunta.

Era como si la hubiera decepcionado que yo no viera su paraíso. “Aquí estoy feliz, porque esto es mío”, me aclaró. Y su sentido de pertenencia era ese. En una ciudad ajena, qué más podía reclamar. Sobre qué otro punto de este inmenso desierto ella podía ser Eva. Magaly no era de quejarse.

Le faltaba de todo, pero su última esperanza estaba puesta en el futuro de sus hijos, de 7 y 4 años de edad. Ellos tendrían que salir de ahí un día y ser gente de bien. Por eso, aunque en su casa no tenían agua, en el baño había instalado un lavatorio, ducha y retrete. Era para sus hijos.

No funcionaban pero cumplían un papel importante. “Yo sé que afuera discriminan mucho”, fue la primera vez que hablaba del mundo más allá de sus fronteras inmediatas. “Por eso instalé este baño, para que mis hijos aprendan a usarlo y para que afuera no los traten mal”.

Después de un tiempo me enteré de que la neblina la había expulsado del lugar. Esa humedad que tortura terminó por someter sus pulmones y había dejado su cerro para irse a una parte más seca de la ciudad.

No sé si el cerro hoy está más verde, pero cuando volvimos a hablar, no hace mucho, ella seguía riendo, trabajando, buscando alguna mejora en su nuevo hábitat. Y no me quedó la menor duda. Para ella, la ciudad es un invento cotidiano, una ciudad hecha a mano.

Publicado en El Comercio: 8/8/12 
Foto: comando-ecologico.blogspot.com

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